CARLOS GARDEL Y LA IDENTIDAD RIOPLATENSE
-SU REPERCUSION INTERNACIONAL-
Por Ariel Carrizo Pacheco
Buscando entre mis recuerdos lo orígenes de la influencia de Gardel en mi vida, creo haberlos encontrado en imágenes y sonidos lejanos en el tiempo, pero que sin embargo quedaron siempre a mano de mi presente.
Rememoro una mañana soleada. El patio emparrado de mi casa y la voz gardeliana surgiendo de la radio con el lineamiento de un gracioso tango cuyo título – El que atrasó el reloj –, a esa edad, no superior a los cinco años, yo ignoraba. Mucho menos podría imaginar que el futuro me iba a deparar el privilegio de conocer muy bien a su autor: Enrique Cadícamo, y de estar hoy escribiendo esto.
La plena felicidad que poseía al oír a Gardel, desde ese momento se hizo una constante emoción en mi existencia.
Los tiempos posmodernos que nos tocan vivir con sus pro y sus contra, impusieron en el mundo una serie de factores sociales y económico-tecnológicos sintetizados en el término “globalización”.
La instantaneidad de las comunicaciones entre los distintos puntos de la Tierra –que a su vez es un punto más del Universo – no sólo favorece el flujo de las frías corrientes financieras y especulativas, sino que difunde de manera estrepitosa o debilitada (según el caso) la riquísima diversidad cultural. Cada vez más la expresión “individuos” es suplida por la de “ciudadanos del mundo”. Nuestro genial Carlos Gardel representa ante el escenario mundial una parte de suma trascendencia dentro de la mitología humana rioplatense, como alma mater difusor que abarca no únicamente la esencia del Tango y demás géneros afines, sino que aparte logra transformarse tras su fallecimiento en un referente colectivo de nuestra identidad. Por gracia de su magistral arte, de Edison y los hermanos Lumiere, continúa tan vivo, tan evidente pese a las polémicas que en torno de él se desencadenan, que a veces no tomamos a nivel masivo la al menos aproximada dimensión de su importancia. Es como si el hecho de ser tan obvia la compleja e irrepetible singularidad de su talento, le jugase no siempre a favor.
A Gardel lo sentimos tan nuestro, tan identificado con la historia del siglo XX, de esta cotidianeidad y la predeciblemente futura, que con justa razón no tememos perderlo.
Los avances tecnológicos cada vez reaseguran más la conservación de su voz y de su cinematográfica imagen. Si bien es una clara realidad que la música foránea ejerce su protagonismo principalmente sobre las últimas generaciones juveniles, no me parece que esto signifique que, a modo arbitrario de ejemplo, quienes por estas latitudes tengan 50 años o menos estén desprovistos del sentimiento tanguístico-gardeliano, aunque en mayor porcentaje no lo manifiesten explícitamente. Ese campo emocional va con cada uno de nosotros como una marca espíritu-racional, mezcla de pertenencia innata y de necesidad heredada, de un tímido pero arraigado orgullo local que poco a poco va instalándose por lo que podríamos denominar el Efecto Bumerang de la globalización.
Durante décadas el tango se autoexportó – y continúa haciéndolo – como semillero original que germinó y floreció multiplicado hasta en los más recónditos e infértiles lugares de la Tierra. Qué mejor referencia que la del propio Gardel, quien allá por el lejano 1928 hizo su legendario debut en París.
Desde hace más de una década somos testigos de que no sólo hay demanda internacional de la cultura tanguística, sino también oferta que nos llega sobre todo mediante el cine, los intérpretes, academias y festivales extranjeros distantes del núcleo fraternal uruguayo y argentino. Todo esto hace que nuestra propia tradición repercuta aquí nuevamente con más fuerza, como si los miles y miles de bumerang´s lanzados por los cultores del tango estuviesen regresando triunfales tras haber dispersado la influencia de su viento, trayéndonos a cambio los aires y miradas nuevas de todos los continentes. Algo similar a lo acontecido a comienzos del siglo pasado cuando la gloria del tango en Europa llegó como un visto bueno al Río de la Plata, con la diferencia de que entonces aquí no era aceptado por sus orígenes poco altos.
La voz de Gardel desde hace poco forma parte del Patrimonio de la Humanidad, por justa disposición de la UNESCO, que incorporó a su archivo de la memoria del mundo todos los discos originales de Gardel, donados por un coleccionista uruguayo. Esto está generando un incremento notable en la difusión a gran escala de su legado artístico, con todas las incidencias favorables que ello implica.
El gran arte es universal. Si de letras se trata, los límites idiomáticos no son graves escollos habiendo una buena traducción mediante. La música siempre se aprecia directamente, como las restantes ramas de las Bellas Artes.
Lo que hace la diferencia del disfrute es algo así como el valor agregado. Una gratificante obra o interpretación se saborea un poco más cuando se sabe que ha nacido de un compatriota o de alguien considerado como tal. Generalmente con respecto al artista regional, al comienzo existe un prejuicioso desdén que se convierte en respetuosa adhesión cuando el peso de su trayectoria se instala. Por ejemplo, los europeos que se deleitan con el tango y Gardel, para sentir al hacerlo el mismo matiz emocional que nosotros, tendrían que tener encima y dentro nuestra cotidiana identidad cultural, que es la que justamente ha nutrido lo que ellos nos admiran. Lo mismo nos sucede cuando es al revés; cuando admiramos al arte extranjero. Esto explica por qué los músicos de aquí dedicados al rock y al pop se vuelquen cada vez con mayor frecuencia y devoción hacia el tango, para sentirse auténticamente realizados como artistas nacionales.
La cultura universal es cautivante, dentro de ella, en la cultura propia de las raíces de cada uno de nosotros, nos sentimos sumamente cómodos; lo que no implica que nos agrade todo lo que ahí podemos encontrar. Es como si estuviésemos en nuestra casa. Ahora pienso en Gardel, que murió lejos, extrañando su gente, entre los giros de una gira de múltiples compromisos que le demandó más de un año y medio. Pareciera que Volver quedó para él como una expresión de deseos:
“Yo adivino el parpadeo / de las luces que a lo lejos / van marcando mi retorno…”
En esta letra de Le Pera hecha en 1934, podríamos llegar a vislumbrar la continuación del Anclao en París de Cadícamo, escrito tres años antes, en donde por momentos, y máxime al final, hallamos pasajes proféticos del destino gardeliano que desgraciadamente no pudo disfrutar de las familiares luces de Volver, sino de:
“… las luces rojizas, con tonos murientes,
parecen pupilas de extraño mirar.”
“Lejano Buenos Aires, ¡qué lindo que has de estar!
Ya van para diez años que me viste zarpar...
Aquí, en este Montmartre, faubourg sentimental,
yo siento que el recuerdo me clava su puñal.”
“Quién sabe, una noche me encane la muerte
y chau, Buenos Aires, no te vuelvo a ver.”
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