EL UNIVERSO CADICAMIANO
Por: Ariel Carrizo Pacheco
(1995)
Hay un piso en la calle Talcahuano que encierra los estratos más significativos de la identidad argentina. Como su dueño, sin ser ni nuevo ni viejo, da serenas muestras de una aristocrática modestia popular. Les puedo asegurar que en ese ambiente se respiran suficientes aires porteños y europeos como para abastecer al Universo; tal vez porque allí quedaron levitando los pensamientos de Enrique Cadícamo.
Los rostros vivos de sus padres muertos les dan la bienvenida a los invitados; el escudo desteñido de sus hermanas imborrables; la figura y la letra de un Gardel muy criollo, le dedican recuerdos más allá de la muerte; el piano que Cobián afinó para siempre simboliza sus tangos, que hoy ya son de su gente; el sillón europeo es el trono real del poeta porteño; sobre el mármol de la chimenea, Cadícamo se mira y casi sin querer, siente el frío de la estatua.
El maestro confesó que de allí no se mudaría. La última morada de un peregrino que conoció el mundo al mismo tiempo que éste lo reconoció a él. Entre esas paredes constituyó su hogar; el centro de gravedad de su instinto nómade.
Nelly, su esposa, es una gran mujer, una agradable persona que tiene el don de irradiar simpatía, sinceridad, buenos sentimientos. No es ni una papusa callejera, ni una muñeca brava, ni una santa milonguita; Cadícamo jamás podría haberse casado con alguna de ellas, siguiendo los consejos de sus propios tangos.
Es cierto que ella, una artista de la danza, ha bailado por muchos años menos que él, pero el amor intemporal no necesita distinguir las edades.
Mónica, su hija única, es alegre, espontánea, bella y sencilla como su madre. “Es mi mejor tango”, suele decir orgulloso don Enrique; con eso está todo dicho. Padre e hija se entienden y consienten mutuamente, cruzando barreras generacionales.
Una vez Cadícamo viajó de improviso a Norteamérica exclusivamente para comprarle un moderno equipo de música. Este es sólo un ejemplo. Pero a pesar de que nunca fueron descuidados sus caprichos, Mónica no fue malcriada; quien tenga la dicha de tratar con ella, participará de una clase magistral capaz de educar al engreído más insolente.
Cadícamo siempre encontró en su familia una fuente de juventud.
Estamos en 1995 y don Enrique sin ser anacrónico conserva frescos recuerdos de los primeros años del siglo, tal cual como si fueran devueltos por “el viejo perfume de un frasco destapado”.
Cadícamo no reniega tanto del presente; más bien lo vive. Desempeña una actividad intelectual dinámica, esboza e impulsa proyectos hacia el futuro, pero además (como ya he dicho), rememora el pasado y lo hace trascender mediante sus fieles testimonios.
Sus párpados permanecen abiertos, predispuestos a percatarse del más remoto detalle; sin embargo, el tiempo gira en sus celestes pupilas sin poder vislumbrar la salida… Está a la vista que Cadícamo ve más allá de lo que el tiempo puede ver.
“No es cierto eso de que todo tiempo pasado fue mejor. Hoy la ciudad, la vida, son mejores que antes” – dijo no hace mucho tratando de hacernos conformar con la actualidad que nos toca vivir –. Coincido con esa reflexión realista pero de todas maneras, él sabe y yo presiento que aquella belle époque jamás podrá ser ni siquiera imitada por los avances o retrocesos de la ciencia.
El Cadícamo de hoy (próximo a cumplir 95 años en medio de un respetuoso festejo nacional) al fin de cuentas es el mismo bohemio de la década del veinte; es el mismo talento que dejó para siempre el eco de su estilo en la poesía y la música popular. El es único. Aunque así parezca, no hay un centenar de Cadícamo´s dispersos por las más variadas épocas y lugares del mundo.
Si usted llegase a tener la afortunada oportunidad de conversar con él, préstele mucha atención, no se distraiga tanto pensando en las obras cadicamianas que usted conoce como a sí mismo, porque correrá el riesgo de perder el habla en un golpe emocional al tener conciencia de que frente suyo, Enrique Cadícamo en persona le estará relatando el pensamiento actual de la mayoría de los mejores tangos de todos los tiempos.
Cadícamo no logra comprender del todo qué es lo que nos convierte a nosotros en sus admiradores. Al fin y al cabo él, sin ser confundido entre el montón, es un ser humano más en este mundo, un hombre que siempre ha tenido la sabiduría de manejarse prudentemente por esa imprudencia permitida que es la vida. No es un Dios o un hacedor de perfecciones sino alguien que nació con un destino afortunado. Estas circunstancias que ya de por sí lo destacan, son las que, como decía César Tiempo, hacen que él le reste importancia a su importancia; pero, por otra parte, hay virtudes suyas que , sin quitarle los pies de la tierra, lo elevan al nivel infinito de la genialidad eterna.
Bien es sabido que el arte en su máximo estado de pureza, es el único camino capaz de conducirnos hacia la inmortalidad terrenal. Cadícamo, dotado de un talento que lo acompaña en todo momento como un ángel guardián, maneja a su antojo los caprichos del arte, acudiendo a la espontaneidad necesaria para mantener el encanto de su obra. En su juvenil inicio creador, entendió que debía elegir entre la literatura dirigida a la cada vez más estrecha élite intelectual, y la auténtica poesía popular que, democráticamente, tiene acceso libre a todos los ámbitos de la sociedad. No hace falta aclarar cuál es el sendero que para bien de todos viene transitando desde aquél entonces. Sin embargo, en su indecisión, incursionó en la doctrina de la generación del ´22 al escribir en 1926 su primer poemario: Canciones grises, que obtuvo la aprobación pública del gran Leopoldo Lugones, al destacarlo en sus notas bibliográficas de La Nación.
Cadícamo se dio cuenta de que el tango era el medio más directo para llegar al alma del pueblo y valiéndose de un lenguaje claro, creado de un tirón por el dictado de un interior sombrío, pudo imponer por las buenas la originalidad de su estilo.
Hace unos años, don Enrique me dijo que no quería más homenajes. Ese deseo concuerda con que cada vez es más difícil contar con su presencia a la hora de rendirle los tributos merecidos. Por ese motivo, son varias las comisiones de homenajes que aún hoy ven como van quedando truncos los importantes emprendimientos que planean en su honor. Mientras tanto el maestro se empeña en decir que vivir y ser genio es demasiado, porque la gloria es una herencia que se cobra después de muerto.
Ultimamente (y hablo del año pasado), sólo el presidente Menem logró convocarlo, en un acto que le ofreció en reconocimiento al invalorable aporte que le hizo a la identidad nacional, llevado a cabo en el salón de prensa de la Casa Rosada.
A Cadícamo no le gusta hacerse ver; trata de pasar desapercibido y se incomoda con facilidad al recibir elogios. Es dueño de la humildad más digna; la que no se inclina ante nadie.
Le es muy esquivo al periodismo; él no busca a la prensa, más bien la prensa lo busca a él; no necesita promociones, por el contrario, muchas veces las publicidades lo necesitaron a él.
Cadícamo siempre está presente pero sólo aparece de vez en cuando manteniendo así las expectativas; él es un mito viviente que si bien no cree en la validez de ese título, tiene la sospecha de que es auténtico al comprobar en todos estos años el afecto popular.
El enigma que siempre se abruma en torno de los mitos, es el que enciende la lumbre que constantemente ilumina a los devotos seguidores el camino de la admiración eterna. Cadícamo es enigmático por naturaleza. El mito viviente debe presentarse cada tanto porque sino corre el riesgo de perder su existencia. El misterio tiene que surgir de lo conocido, no de lo ignorado.
“Para los jóvenes somos mitología”, le dice a Gardel en uno de sus poemas más recientes.
Hoy en día, a setenta años del nacimiento de su primer tango, sigue siendo noticia. Cualquier proyecto que tenga ya es motivo suficiente como para aparecer en la primer plana del principal diario nacional. Todo esto es parte del mito.
Don Enrique dijo que de joven era muy callado y observador; hoy si bien sigue siendo tan detallista como siempre, no tiene – como vulgarmente se dice – pelos en la lengua. Es un hombre muy astuto, dueño de un ironismo que tienta a la sonrisa, acostumbrado a manejarse con la más liberal independencia, y aunque a veces simule ser indiferente y recio, posee una gran sensibilidad que a menudo, en la intimidad, le quiebra la voz y su acento porteño.
Entre Cadícamo y yo, hay 74 años de diferencia; sin embargo, con él es con quien más me identifico. Cuando lo conocí tenía 88 años y yo ni siquiera había llegado a los 14. Desde entonces forma parte de mí mismo.